jueves, 1 de octubre de 2015

el sesgo _ relato

I


- Sí, señora…
- Vengo a denunciar que tengo miedo de matar a mi marido.
- Perdón…
- Que tal vez mate a mi marido.
- ¿Qué dice?
- Eso.
- Un momento, señora, siéntese. ¡Vázquez!
- Sí, señor.
- ¿Está ocupado el comisario?
- Si quiere hablarle, está en su oficina.
- Bien, quédese aquí con la señora, que tiene que quedarse a declarar.
- Sí, señor.
- Oficial Vázquez… ¿De qué se sorprende? Así lo llamaron y lo leo en su uniforme. ¿Qué habrá ido a hablar con el comisario? ¿No? Y lo deja a usted acá, o sea que en algo encuadro, a usted lo pusieron acá conmigo por algo. Quiero devorar a mi marido, Vázquez, abarcarlo en una acción que lo resuma. Lo conocí en el delta. Hacía mucho calor, el agua estaba hermosa, camalotes, juncos en la costa, y la corriente más fuerte hacia el medio; y el lodo chirloso entre el agua y el pasto, tan lindo limpiarse los pies en el pasto. Se me puso a hablar de caradura y la conversación se fue poniendo seria, intensa, densa. Ya era bochornoso o simpático que hubiera surgido de una jugada de él. Sus amigos se fueron riendo, felicitándolo, mis amigas se corrieron un poco más lejos, como manada que cuida. La conversación se arremolinaba lenta, morosa, sobre la vida, a los dieciséis años, sobre el atardecer del río. Ahora ya compartimos muchos atardeceres y muchos ríos, siempre maravillosos. Ahora estamos juntos como entonces, entonces la distancia se hace insoportable, yo soy yo, él es él y yo lo devoraría, lo integraría a mí historia de una manera definitoria, definitiva, deficitaria, pero única, en un acto único, imperdonable, destacado. Yo, la asesina, en la cárcel, en los pasos supuestos, y matarme, para sumergirme en la nada, para igualarme en la nada. La comunión tan esperada, inexistente. Y sigue siendo imposible porque nada es nada, la nada. ¿Se lo imagina, Vázquez? La nada.
- Señora, póngase de pie por favor. Vázquez, atento. Acá la oficial Gutiérrez la va a revisar.
- Está bien.
- Las manos contra la pared, señora.
- Sí.
- Señora… Subcomisario, tiene un veintidós
- ¡No saque las manos de la pared, señora! ¡Atento, Vázquez! A ver, espósela. ¡Gutiérrez! ¡Resguarde el arma y busque los antecedentes de la señora, llévese los documentos! Señora, ¿qué hace con ese matagatos encima?
- Subcomisario, por el oído, o por la nariz, o lo ojos, casi apoyado, es fatal. Pero no para él, no para mi marido, no, no lo desfiguraría. Para él, bueno, tengo unas ideas que estaba investigando. Pero el revólver es para mí, nariz, ojo, boca, oído, es por si hace falta, también para dejarle un agujero a alguien si hace falta también. Pero, en fin, el permiso está adentro del documento, tengo permiso para portar ese arma, y no tengo antecedentes, ya le aclaro. Yo estoy acá por lo que le dije: vengo a denunciar que tal vez mate a mi marido.
- Señor, la señora no tiene antecedentes.
- Bueno, Gutiérrez, llame al servicio psiquiátrico.
- No, subcomisario, eso no corresponde, yo estoy lúcida, por eso vengo a esta instancia como prevención de un hecho criminal muy posible. ¡Ay, me lo comería! Pero no quiero matarlo, lo quiero tener, ¿qué?, devorar, abrazar, lo quiero abrazar.
- ¡Vaya, Gutiérrez! ¡Vamos! ¿Qué espera?
- Sí, señor.
- Es un error, subcomisario, esta es una cuestión penal. Querer abarcar al otro, anularlo y reducirlo a la nada. Tenerlo, tener su vida justo cuando se la quito, es un acto imposible, ¿verdad? Qué estupidez. No se puede lograr un objetivo imposible.
- Por acá, esta es la señora.
- A ver, mami, ayudame Pedro, vamos, recostate tranquila en la camilla, así. Pedro, ponele los precintos. Bueno, tranquila.
- Hola, soy la doctora Lisandrik. Estése tranquila.
- Yo tranquila estoy, pero estoy es un error. Esta es una cuestión penal, penal.
- Ahora vamos a ver.
- Tenerlo adentro mío, tenerlo entero, es inconcebible, quiero robarlo para mí, pero entonces ya no sería él, ya no estaría. Quiero su cuerpo vivo, caliente. Sólo un momento. Luego un feliz vacío que se va desgranando.
- Tranquila, mami, ya pasó, ¿no te dolió? ¿no?
- ¿Qué me puso?
- Vas a estar bien, mami.
- Señora, ¿usted vive con su marido?
- Sí. ¡El no sabe nada de esto!
- Ajá.
- ¡Es para su protección! Es la denuncia sobre… sobre… su posible peligro.
- ¿Qué peligro?
Lisandrik y Gutiérrez se acercaron más a la camilla. La mujer fue breve:
- El peligro de que lo devore.
- ¿Cómo?
- Doctora, vamos.
- Ya, subcomisario, este momento es importante.
Vázquez se acercó también, despacito.
- Señora, ¿devorar a su marido?
- Sí, una destrucción perfecta, una incorporación irremediable y que lo anula, lo condensa en un acto mío, que irremediablemente lo anula. Ya no soporto las partidas, los tiempos, que son propios de él y de mí. Que sea mío y perderlo. El veintidós era para mí. Sin sentido. Sólo prevenir.
- Señora…
- No, no, acá hay un error, este es un problema penal, no médico. Es absurdo, pero tal vez lo mate. La totalidad y la nada.
- Doctora…
- Lisandrik.
- Sí, doctora Lisandrik, despeje, por favor.
- Un momento, subcomisario, esto es importante, ya nos vamos. Señora, la totalidad y la nada, decía.
- Decía. Suprimirlo no permite abarcarlo, y me despoja de él. Sin embargo es un acto tan inconmensurable que me tienta. Marcar su fin, ser su acto definitivo. Quiero abrazarlo, besarlo, que me dé calor. El no sabe nada. Déjenme ir.
- Tiene que estar en observación y no puede portar un arma.
- ¿Qué le dijo? ¿Qué le van a decir a él?
- Los oficiales se ocupan de eso.
- ¡No! El no sabe nada.
- ¿Qué pretendía, señora?
- ¡Deténgase todo, todos en sus lugares!
- Vamos, Pedro, la llevamos.
El subcomisario dijo: - ¡Que la parió!
Gutiérrez y Vázquez se quedaron en la entrada, en silencio, quietos, un rato. La noche era calurosa y se escuchaban los grillos en la plaza. Tenían algo para decirse. Estaban en silencio. Cada uno se apoyó en una columna, en una baranda. Un mamboretá se comía una langosta. Gutiérrez rompió el silencio:
- El mamboretá come.
- Sí, tiene que comer.
Y el silencio y los grillos, todos los sonidos de la noche menos la voces humanas.
De adentro grita el subcomisario:
- ¡Gutiérrez, archive todo esto, ya!
- Sí, señor.
Gutiérrez miró a Vázquez, miró al mamboretá y a la doctora Lisandrik que se acercaba con paso cansado.
- ¡Hola, Vázquez!
- ¡Hola, doctora!
- ¡Hola, Gutiérrez!
- ¡Hola! Permiso, me llamaron.
- Se fue. Vázquez, ¿usted presenció todo?
- ¿Qué?
- Lo que pasó con la señora, desde que llegó.
- Sí, ¿qué pasa?
- ¿Siempre habló de lo mismo, de eso, en esos términos?
- Sí, ¿qué términos?
- Fue clara y contradictoria.
- Sí.
- Fue transparente.
- Sí.
- Vázquez, ¿usted vió algo extraño en la mirada de la señora, en sus ojos?
- Ví dos conejos.
- Exacto.
- ¿Qué?
- Dos conejos, uno blanco.
- Y el otro blanco y marrón.
- Sí.
- ¿Dos conejos vió, Vázquez?
- Usted también.
- Los ví. ¿Usted los vió?
- Sí.
- Ajá. ¿Cuándo lo puedo ver fuera de servicio, Vázquez?
- ¿Para?
- Por los conejos.
- No es nada eso.
- ¡Los vió y yo también!
- Dígame Pablo.
- Dígame Ana. Pablo, por los conejos, por los conejos.
- Dejame tranquilo, no es cosa mía.
- Pero los vimos.
- ¿Y?
- Esto de abarcar, devorar, ¿usted mató una vaca, Vázquez, un chancho?
- Sí.
- ¿Y lo carneó?
- Sí.
- ¿Y tiene perro, gato?
- Un perro y dos gatos.
- ¿Y los quiere?
- Sí, un montón.
- Yo también tengo animales, y los quiero.
- ¿Vamos a tomar algo doctora, Ana, vamos a tomar algo, ya termino mi turno.
- Sí, te espero.

- Estamos bien acá.
- Sí, Ana, lindo, corre fresquito.
- Sí.
- Ana.
- Pablo, los conejos.
- Pero, ¿qué me decís? ¿Estás loca?
- Los vimos los dos
- ¡Otra vez! Yo no me voy a jugar el puesto diciendo que ví cosas raras, ¿qué te creés, loca de mierda?
- En esa mujer vimos algo que no tenemos que contar a nadie más, Pablo. Esto es para nosotros, a pesar de ellos y fuera de los demás.
- Ana, perdoname.
- Pablo, callate, sos un boludo. Pero nos cruzamos con el mismo destello. Animales en los ojos, había leído, pero no lo había visto, no lo tomaba como real.
- A veces, Ana, yo veo animales en los ojos de un chancho que voy a matar, o una vaca, o… a veces, a veces veo caras, ojos, veo patas, manos.
- ¿Y los matás igual?
- Sí, hay que matarlos.
- Pablo, ves animales, rostros en los ojos, yo los ví por primera vez en esta mujer. Creí que era un mito.
- No es nada lindo, Anita; menos si ves cacerías en los ojos.
- ¿De quién?
- Hija de puta morbosa, no te voy a decir.
- ¿Qué pasaría si fuésemos al río?
- ¿Ahora, a oscuras?
- Sí.
- Anita, ¿qué querés?
- ¿Ves animales en mis ojos?
- Basta.
- ¿Ves?
- ¿Qué querés?
- ¿Ves animales en mis ojos?
- Por momentos.
- ¿Mataste gente?
- ¿Sos boluda? ¿Cómo me preguntás eso?
- ¿Qué ves en mis ojos?
- Si voy a matar no miro a los ojos.
- ¿Me amenazás?
- No, loca, te explico en general, gallinas, chanchos, vacas…
- Si fuésemos al río.
- ¿Qué querés?
- ¿Qué ves en mis ojos? ¡La puta madre! ¡Decímelo!
- Vamos al río.

- Acá es cómodo y es muy lindo el sonido de la corriente.
- Ana, no veo animales ahora en tus ojos, veo túneles.
- Algo va a aparecer, Pablo, vos mirá, estoy segura.
- ¡Me vas a matar, sos una bruja! – dijo mientras sacaba su nueve milímetros reglamentaria- ¿Qué querés?
- ¡Decime, hijo de puta, qué animales ves en mis ojos, qué animal!
Pablo bajó el arma.
- Tus animales: una yegua, un perro, un puma, un mirlo, una perdiz.
Ana se quedó quieta. Pablo guardó su arma y se fue.
Amaneció. Ana había dormido ahí mismo, en la ribera, y despertó a lo amplio del cielo sobre el río.  
Era temprano y fue a su casa y después al hospital.
- No soporto ver animales en sus ojos, señora.
- Doctora, y yo quiero abrazar a mi marido, ¿qué le dijeron?
- Está esperando afuera.
- ¿Sí?
- Sí.
- Señora, ví dos conejos, uno blanco y otro blanco y marrón en sus ojos. El oficial Vázquez también los vió.
- Vázquez es un sanguinario, y recauda para el comisario, es cobarde y es cruel.
- Los dos vimos los conejos.
- Doctora, usted está delirando.
- No. Recuerde, usted soñó hoy con un campo amarillo, yo estaba ahí y la ví reírse y correr por el campo.
- ¿Cómo puede ser?
- Usted transmitió una marca. Vázquez va a ser peligroso, y yo sé contenerme. Vázquez tembló cuando vió los conejos. Y casi llora cuando vió mis ojos en el río.
- ¿En el río? Usted está loca. Con Vázquez. Está jugando con el lobo.
Ana Lisandrik tardó en contestar, saco polvo de una mesita, caminó hasta la ventana y le costó decir:
- Yo hago lo que puedo, señora, es un testigo. En mis ojos también hay animales. Algo podría pasar, como denunció usted, y Vásquez es un lobo, sí, aislado, por suerte, no tiene su jauría. Es casi un perro solo. Pero hay que tener cuidado. Vázquez y yo vimos, y él ve, y ahora yo veo animales en los ojos de algunas personas. De usted, dos conejos. Podría liquidar a su marido y matarse, dos víctimas, conejos, la gente los come. Yo no. Usted tiene que cerrar lo que abrió, cerrar su juego. No va a matar a nadie, va a abrazar, vamos a tenerla en observación, pero recuerde, dos conejos, diviértase, no arruine.
Y la doctora Ana Lisandrik se fue y cerró la puerta. Se sentó en un banco del pasillo, con la mirada perdida en la pared. Dos conejos, un puma, la nueve milímetros, una perdiz, una yegua, Pablo. Animales.

- Pablo.
- ¿Qué, amor?, ¿tenés frío?
- No, Pablo.
- ¿Qué, corazón?
- Escuchame.
- Sí.
- ¿Qué animales me viste hoy?
- Basta con eso.
- ¿Qué pasa?
- Basta con eso.
- ¿Qué viste?
- ¡Cortala, hija de puta, cortala! ¡Ví un buitre y un perro!
- ¿Y una perdiz, y un conejo, y un puma?
- ¡No!
- ¿Y el perro era hermoso?
- Sí.
- Y el buitre, ¿cómo lo viste?
- ¡Basta! – Vázquez la empujó. Ana Lisandrik quedó quieta contra la pared. Vázquez se vistió, le dio una patada a la pared y se fue, la dejó sola en su casa.
La doctora Lisandrik no tomó el colectivo, volvió caminando a su casa, aunque era tarde. Pasó por el muelle, ahí vió ahogarse al sol, brillos, hermoso. Ana Lisandrik lloró silenciosa con lágrimas que resbalaron acariciando el rostro. Siguió camino. Veía lo que veía, no los animales en los ojos, el camino, los álamos altos, el pasto verde, la ruta, los postes, las casas con terrenos enormes, las esquinas; Ana podía ver todo eso y estar con lo que eso le producía. Así, sí. Pero los animales en los ojos, no, eso no, eso lejos. Basta. Acá, acá, la ruta, las casas, el asfalto, las líneas en el asfalto, el pasto verde, el camino, las luces de los autos, camionetas, o camiones. Las luces en movimiento siempre la marearon en la noche. Caminó concentrada en llegar a su casa, esos ocho kilómetros. Le empezó a molestar su bolso y el abrigo que tenía no era muy eficiente. Caminó más rápido entonces. Álamos altos iluminados por las luces de los autos, y un instante encandilado. Ana sentía el pasto húmedo, su sonido blaf, su consistencia resbalosa. Volvió a lloviznar. Ana se cubrió con la capucha de la campera y sentía la humedad, la llovizna en la cara y venía un patrullero de frente, con muchas luces y muy altas. Venía despacio.
- Gutiérrez.
- ¿Qué?
- ¿Le preguntamos, la subimos?
- Vázquez, ¿qué somos, la patrulla de la buena onda?
- Está como perdida.
- No tiene paraguas y se caga mojando la boluda, es eso, ¿qué pasa, Vázquez?, ¿muy metido con la minusa?, dale nomás, pero aclará, no seas raro.
Las luces del patrullero se hicieron insoportables así que Ana Lisandrik se quedó quieta, dándole la espalda y mirando los abedules que fueron tan resplandecientes que cerró los ojos.
- Doctora.
- Sí.
- ¿Está bien?
- Estoy bien.
- Vázquez, a ver, venga.
Lisandrik quiso correr al bosque, pero se quedó entre esas luces. Vázquez se acercó con una linterna.
- Ana, ¿estás bien?
- Sí. ¿Qué pasa, Pablo?
- ¿Estás bien?
- Sí.
Empezaba a lloviznar más fuerte, a llover.
- Ana, subí que te llevamos con Gutiérrez.
- No, Pablo, voy sola, camino.
- Te vas a empapar y a embarrar, y pueden caer árboles porque viene algo fuerte, subí, te llevamos.
Vázquez le hizo una seña a Gutiérrez y entre ambos ayudaron a Ana a subir a la patrulla. Adentro nada de luz, oscuridad y olor impregnadísimo de puchos.
- Doctora, la llevamos a su casa.
- Sí, doctora, queda lejos y se iba a meter en problemas.
Ana Lisandrik no hablaba, no quería, sobre todo esto, no quería que aparecieran animales en los ojos, no miraba a ninguno a los ojos. ¿Saldría corriendo por el bosque; detendría con una mano en el cuello el rostro del alguien para ver correr sus animales? Estaban al costado del camino, abrir la puerta de la patrulla. Arrancaron. Ahora sí sentía el frío del agua que la había estado mojando. Sentía el frío, la humedad, el tacto incómodo, el dolor en el hombro y por sobre todo el frío, sí, el frío entre todo. La dejaron en la puerta de su casa y se despidieron serenamente, cordialmente. Ana Lisandrik tiritaba de frío cuando abrió la puerta de su casa, saludó y cerró. Se dejó caer con todas las cosas, un momento, el frío seguía así que se atuvo al procedimiento del baño. Se duchó y se reanimó un poco. Se abrigó y se fue a dormir, con una toalla en el pelo, para no mojar.
Se dio cuenta que tenía fiebre cuando el sueño se repetía y la espiral no paraba. Se volvió a bañar y tomó un antifebril. En el espejo, ahí, ahí, pasan corriendo, los animales, cerrar el espejo. Salir de ahí. Entonces, ¿cuándo? ¿En cuáles ojos? ¿Por qué?
Se asomó despacio a su imagen en una vitrina. Ahora no veía nada raro en sus ojos, se sonrió con el espejo de verse a sí misma. Pero entre los azulejos había simetrías que bailaban, sí, bailaban, y cuando volvió a ver sus ojos vió las trompas de dos caballos. Huyó. ¿Estarían los caballos todavía ahí? Tenía que verlo a Vázquez.
- Hola, soy yo, Ana. Pasame a buscar, Pablo, por favor.
- Estoy solo en la ronda ahora, te paso a buscar y vamos juntos, ¿querés?
- Sí.

- Hola, Anita.
- Hola, Pablo.
- Subí.
Subió y notó que él no la había mirado a los ojos.
- Pablo, yo veo en tus ojos un escorpión y un perro. Sos peligroso, Pablo. ¿Y en mí qué ves? ¿Todavía dos caballos? ¿Dos caballos?
- Ana, los caballos están ahí, pero lejos.
- Antes estaban acá, acá adelante.
- Ana, basta, acostumbrate. Yo también veo lo que vos ves. Y te puede servir, ves lo que hay. Pero no me persigas.
- Ahí viene la interpretación, el debate, el disenso.
- Ana, vemos lo que vemos. Vos y yo somos así. Te quiero, Ana, pero no estaríamos bien juntos, ¿sabés?
- Pablo, ¿podés matar si ves el miedo? Un chancho.
- ¡La puta que te parió! ¡Hija de puta! ¡La puta que te parió!
- ¿Ves el miedo en los ojos, Pablo? ¿Ves animales en los ojos de los animales, con miedo? ¿En los ojos de…?
Pablo le dio una trompada y se largó a llorar. Ana quedó inmóvil, sólo tocándose el golpe, con los ojos secos, encandilados.


II


Era mediodía, iba con anteojos del sol, había empezado a usarlos para no mirar a la gente a lo ojos y había pedido una licencia médica con la excusa de un inventado problema oftalmológico. Cuando el sol no justificaba los anteojos, o ya iba anocheciendo, o era ya de noche, huía del contacto con las personas. Sola en su cabaña. En silencio. Espiaba el paso de los autos en las rayitas de luz que se colaban por las persianas. En esos autos habría gente, una persona al menos. Con violencia trataba de no pensar en los animales que habría en sus ojos. Ya sus propios ojos la aterraban; había sacado o tapado todos los espejos. Pero los intuía. Un buitre, un perro… pero además otros, un ciervo, una iguana, un ruiseñor. Con brusquedad, con torpeza, trataba de apartar las imágenes de su mente, los animales de sus ojos. Pero ahí estaban. Se concentraba en las líneas de luz que dejaba entrar su persiana baja, las líneas se movían, eran las luces de los autos, con gente en la que trataba de no pensar. En sus ojos, en los suyos, Ana intuía un arroyo y un ciervo, y se quedó fija, concentradísima en esa imagen mirando, mirando sin ver la pared de su cuarto.
Soñó que estaba con Vázquez en un río, y sin que se dieran cuenta, la corriente subía mucho, mucho y ya no podían salir. Se soltaban y Ana trataba de llegar, a favor de la corriente, hasta la orilla o hasta una roca que la guareciera, pero no lo lograba y la tragaba un vado o una represa. Salía al otro lado y estaba seca. Varias mujeres, tranquilas, iban a recibirla y le contaban sus historias. El agua estaba mansa y nadie estaba mojado. ¿Estoy muerta? – Sí, le dijo una de las mujeres, con amabilidad. Pensó en Vázquez nebulosamente, sin pena. Caminaba ahora por el borde del agua, que era ahora un arroyo. El viento hacía que unas hojas le siguieran los pasos. Distinguió una figura entre los sauces de la orilla, entre los juncos. ¿Vázquez? Era alguien que se acercaba con el filo de una palabra.
Se despertó temblando. Salió a caminar. Hacía frío pero ya había claridad.
Vió a Vázquez salir corriendo del bosque. Era él, su pelo, su cuerpo. Ella empezó a correrlo. ¡Pablo! Él se detuvo en seco, la agarró de la mano y siguieron corriendo, se detuvieron cuando el barro, a pesar de las caídas, ya no los dejaba correr más. Vázquez embarrado tenía la mirada roja, le increpó a Ana:
- ¿Qué querés?
- Pablo, ¿mataste?
- Veo a lo caballos en tus ojos, Ana.
- Recién, ¿mataste?
- Sí.
- Vamos a ver.
- ¡No! ¡Estúpida!
- ¿Qué mataste?
- Basta, Ana.
- Yo también veo los animales en tus ojos, ¡maldición!, hay tres perros chicos, y una vaca que pasa a los lejos. Y uno de los perros se va alejando atrás, encontró algo que mordisquear. Pablo, veo un hombre en tus ojos, ¡no!
- Callate.
- Le pega con un palo al perro chiquito y lo mata de ese golpe seco, sin ruido.
- ¡No! No hace eso, yo le tiro cascotazos y el infeliz se va. El perro vive.
- Pablo, recién mataste.
- Una iguana.
- ¿Por qué?
- Porque sí.
- ¿Qué veías en sus ojos?
- Me veía a mí. Basta, Ana.
- ¿Por qué corrías?
- ¿No te das cuenta? Ese bicho me llevaba en sus ojos. Fue horribe.
- Estás asustado.
- Como vos.
- ¿Mataste una iguana?
- Sí, conchuda, una iguana fue lo que maté.
- Pablo, no me mirás a los ojos.
- No, Ana, no te miro a los ojos.
- ¿Cómo vamos a vivir?
- No me mires más, basta.
- ¿Tenés miedo de verte en mis ojos? ¿Me matarías?
Vázquez se levantó y se fue, caminando torpe entre el barro. La doctora Lisandrik se quedó sentada en el bosque húmedo.
Llegó bastante tarde al almacén, ya lo cerraban para la siesta.
- ¡Hola, doctora!
- ¡Hola!
- ¿Qué va a llevar?
- Dos latas de choclo, pan integral, ricota…
- Bueno, ¿por qué tan embarrada?
- Estuve en el bosque.
- No llovió.
- El rocío, la humedad.
- ¿Estuvo en el bosque en el crepúsculo?
- Sí.
- ¿Sola?
- Sí.
- Doctora, perdóneme, no haga más eso. Dicen que su paciente quiere verla. Dicen que está estable, yo qué se.
- ¿Usted dice mi última paciente?
- Sí, ¡qué bárbaro! ¡Qué historia! ¿No? ¿Algo más?
- No, gracias.
- ¿Cómo va lo de sus ojos? ¿Se va a hacer ver en la capital?
- Probablemente.
- Bueno. Cuídese.
- Gracias, hasta luego.
Ana Lisandrik estaba embarrada, sí, desabrigada, sí, y despeinada, y saliendo del centro del pueblo con una bolsita del almacén.
- ¡Doctora! ¿Qué le pasó?
- Me resbalé.
- ¡Qué pinta!
- Qué gracioso.
- Mire, Lisandrik, ¿cómo va lo de sus ojos? ¿Le molesta la luz?
- Sí, disculpe, por eso no alzo mucho la vista.
- Realmente la necesitamos en el departamento, y su última paciente pregunta mucho por usted, es un caso interesante.
- Tengo unos días más de licencia, cuatro días más. Pero voy a tener que extenderla para hacerme ver en la capital, es lo más probable.
- Lisandrik, apúrese, y cuídese.
- Sí, claro.
-Hasta luego
-Hasta luego
Ana Lisandrik apuró el paso aunque estaba cansada. Le corrían lágrimas, pero no hacía el movimiento, gesto que las delatase, apuraba el paso a la salida del pueblo. Caminó largo. A esta altura salió Vázquez. Estaría la iguana. Entró al bosque, le gustó caminar escuchando, al acecho, escuchando sus propios pasos y el entorno, intentando ser silenciosa. Cuando vio la iguana no quiso verla. La encontró. Vázquez había llorado. Ahí estaba. Ana sacó su monedero, que tenía un espejito, tiró sus anteojos y miró sus propios ojos. Los caballos, Vázquez llorando, Vázquez matando a la iguana, ciervos corriendo por detrás. Como no iba a gritar, se hizo un ovillo en el piso. Quieta, escuchando. Los animales estaban ahí en los ojos. Vázquez se estaba desquiciando por esto, pero estaba ahí.
Ana Lisandrik comprendió que estas escenas en los ojos eran insoportables, escuchaba, escuchaba en el bosque, quieta, hecha un ovillo. Los animales estaban en los ojos; todos, la especie humana también. Pero las escenas en los ojos, nítidas; llegó al puesto de salida del pueblo.
- ¿Está Vázquez?
- ¿Qué le pasó, doctora?
- Nada, me resbalé.
- ¡Qué facha!
- Sí.
- ¡Vázquez, te busca la doctora Lisandrik!
Vázquez parecía un fantasma de furia.
- Diga.
- Es por la paciente.
Ana ya no tenía frío, y se había acostumbrado a la aspereza del barro seco, acariciaba las flores de un cantero.
- Ana, te ves como una loca. A la noche paso.
Ana se fue caminando despacito hasta la parada del colectivo. Regresó bañada y cambiada al pueblo, al hospital, cuando todo salía de la siesta.
- Doctora, tanto tiempo.
- Me dijeron que preguntó por mí.
- Es cierto. ¿Cómo lleva lo de los ojos?
- Como puedo.
- Hábleme de mis conejos.
- No voy a mirarla a los ojos. Ya casi no miro a los ojos.
- ¿Y Vázquez? ¿Él mira?
- Sí, no siempre. Llora.
- Y mata. Yo también la ví en un sueño, doctora. Alguien se le acercaba con el filo de una palabra, entre sauces y juncos, y era Vázquez, usted temblaba. Usted lo sigue viendo a Vázquez. ¿Volvió a soñar conmigo, doctora?
- Yo sueño con sus conejos mientras usted duerme. Aprovechan que usted está dormida y espían por los párpados. Quisieran salir pero no pueden y corretean, veo las patitas contra los párpados cerrados.
- Doctora, míreme a lo ojos.
- No.
- ¿De qué tiene miedo?
- Basta, no miro ya a la gente a los ojos.
- ¿Y a Vázquez?
- Sí.
- Es sanguinario.
- Está asustado.
- Es cobarde y es cruel. Tenga mucho cuidado doctora. No me mire, pero déjeme ver sus ojos.
Fue como un mazazo en la nuca, Ana Lisandrik dejó todo, se sacó los anteojos, llevó una silla al lado de su paciente y se sentó con la mirada fija en la pared.
- Doctora, el bosque, la iguana, no tiemble, Vázquez…Vázquez mató a la iguana.
- Se había visto a sí mismo en los ojos de esa iguana.
- Y la mató.
- Sí, y llora.
- Se vió en sus ojos y la mató.
- Sí.
- Doctora…
- Sí…
- Sáqueme de acá.
Lisandrik miró a su paciente, vió a los conejos pegados a los ojos queriendo salir. Correteaban y volvían a pegarse a los ojos. Ana se tapó sus ojos con la mano.
- Espere. – Y salió precipitadamente de la habitación. Los pasillos eran largos, largos cada vez y esta vez; al fin llegó al patio amplio, con sus matorrales de flore, sus bancos y las paredes grises de los pabellones.
- ¡Ah! ¡Qué bien, doctora! Ya sin los lentes. ¿Está mucho mejor, no?
- Sí.
- Perfecto. Esta tarde venga a verme, por favor.
- En unos minutos me voy.
- Está bien, venga en unos minutos.
El jefe de departamento siempre se extendería en sus consabidas retóricas entre análisis, transferencia y bioquímica.
- Esto es suyo.- Un ordenanza le traía sus carpetas, su bolso, sus anteojos. - ¿Está bien, doctora?
- Sí, gracias, tuve que salir a tomar aire.
- Bueno, que esté bien.
- ¡Gracias!
Finalmente hizo el trayecto a su casa caminando, así que le llevó su tiempo. Ya caía el crepúsculo y Vázquez estaba esperándola en su entrada.
- Ana, ¿qué hacemos?
Vázquez no la miraba a los ojos.
- Dejame ver tus ojos, Pablo, no me mires, pero dejame ver.
Fue otro mazazo, en la frente; en los ojos de Pablo se vió a sí misma, hacía siete años, llegando al pueblo. Veía cuerpos en camas, animales dejándose diagnosticar. Unos caballos, que eran los de sus ojos también, sus pacientes. A Vázquez, a él mismo lo veía llorando y matando la iguana. Se echó para atrás.
- Pablo, no me mires. Cubro mis ojos. Dejémonos, estamos extraviados.
- Viste la iguana.
- En tus ojos.
- Dejémonos.
- No nos podemos ver.
Se rieron.
- Ana, ¿cómo viste la iguana?
- Pablo, basta.
- Decime.
- Basta, Pablo, ya dijimos que basta.
Ahí mismo, en la puerta de su casa, Pablo le hizo una toma que le hizo doler.
- Ana, decime.
- Pablo, soltame.
- ¡Decime! – Y le pegó una cachetada.
- ¿Sabés qué se dice de vos? Cobarde y cruel.
Pablo la empujó contra la puerta y le dio una trompada en el estómago que la dobló en dos al piso.
- ¡Hija de puta! No nos vemos más.
Y Pablo se fue caminando.


III


- Buen día.
- Buen día, doctora. ¿No tiene nada para contarme?
- No, más bien es su sesión, usted, ¿no tiene nada para contarme?
- ¿Hoy me va a mirar?
- No.
- ¿Yo la puedo mirar a usted?
- No, quédese a distancia.
- Soné con usted, otra vez. La doblaban de una trompada y caía al suelo duro. Usted no está más con Vázquez. Igual tenga cuidado.
- Los animales, ¿por qué?
- Hay varias historias. Nunca las había creído, pero son historias.
- ¿Cuáles historias?
- No tienen sentido. Pocos los vemos. Es difícil.
- Y los sueños…
- Algo pasó esa noche en la comisaría. Como ve, estoy lúcida y estaba lúcida. Era un problema penal. Pero son ustedes los que me traen a este nosocomio. Y lo extraño, ya puedo estar junto a él porque puedo incorporarlo como la incorporo a usted, por los ojos. Es intenso. ¿Quiere que la mire, doctora? A él ya lo puedo mirar, a mí, mire, tengo un espejo.
- ¿Qué hace con esa marea, cómo la soporta?
- Como al viento. Está, es así. Cuando me agoto me resguardo y no miro más a los ojos, a nadie, por un tiempo. Le digo, es difícil, pero creo que se puede. Y a mí me solucionó la angustia, miro a mi marido a los ojos y me pierdo en sus imágenes, no sé si es comunión, no me importa, pero estoy en el borde de él, en su filo, lo absorbo, me conmueve, ah, doctora, es difícil, pero fue la solución. Doctora, sáqueme de acá.
- Va a llevar unos pasos. Y hay que considerar que no podemos hablar de esto de los ojos.
- Claro.
- Bueno, iremos haciendo los pasos.
- Doctora, hemos quedado entrelazados, usted, Vázquez y yo. Tenga cuidado.

Ana Lisandrik adoptó un perro, un perro grande. Lo quería y con él practicaba mirar a los ojos. A veces era aterrador, a veces era tristísimo. Otras veces captaba escenas fascinantes, entre cuervos y pavos reales, cabras, lechuzas. Se acostumbró a verse a sí misma, de distintas formas. Eso fue difícil. Belo le puso al perro, y con Belo se sentía protegida cuando caminaba por el bosque. Una mañana por el bosque, Belo encontró a Vázquez, le ladraba de lejos.
- ¡Quieto! ¡Quieto, Belo! ¡Belo, quieto!
Ana se acercó con su perro.
- ¡Andate, Ana! ¡Andate!
Pablo lloraba acuclillado, sobre un perro muerto.
Belo empezó a aullar.
- Lo atropellaron en la ruta. – dijo Pablo, y lloraba con moco. Ana le acarició el pelo y él se dejó hacer. Se sonó la nariz y se puso de pie. Ana lo abrazó, él se quedó quieto.
- Te doy un beso. – le dijo Ana. Lo besó y él la besó y la dejó hacer. Belo gimoteaba.
- Pablo, ¿me querés?
Él la tapó con la frazada, - Sí. – dijo, y apagó el pucho en la mesita de luz. Ella se apretó más contra él y él le acariciaba el pelo.
- No abras los ojos, Ana, dejame verte así, vas a caerte en el sueño y tu cara se va a relajar más todavía; y tu respiración, más pausada. Quiero verte caer en el sueño, Ana; quiero verte dormida. Sí, amor, acomodate.
Ana Lisandrik estaba cómoda, contenta, abrigada.
- Después me vas a contar tus sueños – siguió Pablo, que le acariciaba la frente, le revolvía el pelo, sus movimientos se concentraban en acariciar la sien de Ana, circular, la sien y la frente. – Ana, después me contás, me contás tus sueños, si me viste. Lindos sueños. Si los animales son hermosos. Amor, dormí. Sueños lindos.
Dos ojos que lloraban, rojos, fue lo primero que vio Ana Lisandrik cuando despertó. Pablo la abrazaba, Belo metía su hocico en su cuello.
- Belo me lamió la cara – dijo Pablo, lloraba feliz. – Agarró una comadreja en la cerca y me la trajo.
Ana iba despertando rápido.
- ¿Qué hiciste con la comadreja?
- Se la comió Belo.
Belo se apretaba contra ella haciéndose un ovillo. Pablo la abrazaba y le besaba la frente, los ojos.
- ¿Qué soñaste, Ana?
- No sé, no me acuerdo.
- Soñaste con el bosque, con árboles altos. Corrías por la orilla de un arroyo y yo salía a decirte una palabra y vos gritabas, me tirabas piedras y corrías, Belo corría al lado tuyo.
- ¿Por qué decís que soñé eso?
- Lo ví en mis sueños, y en tus ojos, que los tenías abiertos en un momento.
- Yo no me acuerdo.
- Es por cómo despertaste, es que Belo y yo queríamos abrazarte.
- ¿Quedó algo de la comadreja?
- Enterré lo poco que quedó.
- Belo te lamió la cara.
- Sí, pero ya estaba limpio.
- Belo te quiere.
- Parece que sí.
Los ojos rojos de haber llorado, la mirada brillante de la amistad perruna. Belo en los ojos de Pablo. Pablo le tapó los ojos a Ana para no ver a la comadreja y se los destapó y vió a Belo y la comadreja. Se los tapó de nuevo.
- Cierro los ojos. – dijo Ana y corrió las manos de Pablo.
- Ana, el perro agarró a la comadreja, es habitual.
Ana se dio vuelta hacia Belo, le dio la espalda a Pablo y le pidió: - Abrazame.
Ana miró a Belo, en sus ojos vió la alegría de Pablo por los lengüetazos. Ana cerró los ojos. Pablo la abrazaba.
- Ana, entonces, ¿no te acordás nada de lo que soñaste?
- No, y eso es por cómo me desperté, con tanto estímulo, con ustedes dos, son hermosos, los quiero.
- ¿Nada, nada te acordás?
- No. No, Pablo.
- Te reías. También abriste los ojos, estabas muy seria, decías algo de ver el límite del agua, la creciente; después lloraste; no sé si era tristeza. Te ví el sueño de adentro y de afuera. –
Y la abrazó más fuerte.
- Ana, acordate, ¿soñaste conmigo?
- No me acuerdo.
- Te habías muerto. Una inundación.
- Algo puede ser… algo de eso.
- Ana.
- ¿Qué?
- ¿Tenés los ojos abiertos?
- No.
- ¿Viste algo en Belo?
- Basta, Pablo.
- ¿Qué viste?
- Ví tu alegría cuando Belo te lengüeteaba, llorabas.
Pablo la hizo girar y se le puso encima.
Ana cerraba los ojos.
Pablo le acariciaba las sienes. Belo miraba todo. Las sienes, la nuca, la garganta, la frente.
- No abras los ojos, Ana.
- No.
- Los ojos cerrados.
- El río, la iguana, la comadreja, Belo!
Ana abrió los ojos y Pablo se los cubrió con la mano.
- Los ojos cerrados, Ana. ¿Qué ves?
Ana lloraba en silencio.
- Ana, ¿me estás viendo?
- No.
- ¿Qué ves?
- Basta, Pablo.
- Ana, ¿qué ves?
- Un río, muy largo, muy largo, muy ancho, es una inundación y pasamos ahogados, Pablo, vos y yo, repetidos en miles, pasamos ahogados. ¡Dejame!
Le pudo correr un poco las manos a Pablo, pero no lo miró a los ojos y no pudo sacárselo de encima. Pablo le tapó los ojos mientras le besaba la frente.
- No es eso, Ana, ¿qué me viste hacer?
- Mataste a la iguana.
Pablo le sacó las manos de los ojos. – Abrí los ojos. – le dijo, y le dio vuelta la cara de una cachetada casi piña.
- Ahora mirame a los ojos, Ana, ahora mirame. – la sujetó fuerte y le acercó la cara. – Ana, ahora vos me vas a mirar a los ojos y yo a los tuyos.
Y eso hicieron. Estuvieron mucho tiempo cerca, atentos. Ana empezó a gritar, a gemir y llorar, sin sacarle los ojos de encima. Belo aullaba. Pablo le retiró la mirada y la abrazó. Pablo lloraba.
- Soltame, salí de encima mío.
Pablo se deslizó de costado, lloraba, - Quería que vieras. – dijo.
- Levantémonos, Pablo.

Al caer el crepúsculo se detuvieron en la ruta y penetraron en el bosque. En la noche se escuchaban los gemidos de Pablo, un llanto largo.

A la mañana un coche se detuvo porque conocía a Ana Lisandrik.
- ¿Doctora?
Ana caminaba hacia el auto desde los pastos altos más allá de la banquina. Tenía un ojo morado y un labio hinchado. Llevaba una rama larga, como una lanza.
- Doctora.
Ana tiró la rama y se bajó a tierra, recostada.
- ¿Doctora?
- Llame a la policía.

- Doctora, ¿qué pasó?
- A ver, mamita, quedate tranquila. ¿Qué pasó? ¿Podés caminar?
- Sí.
Se paró y la atajaron porque se iba a caer para atrás. Al sentir el contacto Lisandrik tembló.
- ¡Suéltenme!
Y la subieron a una camilla.
- A ver, mami, con esto vas a estar mejor. A ver, listo.
- Los precintos.
- ¿Qué pasó, doctora?
Ana miraba las nubes que corrían por el cielo, rápidas y blancas.

- ¿Qué sabe de Vázquez, doctora? ¿Por qué pidió llamar a la policía?
Lisandrik no contestó, miraba el cielo raso de la habitación del hospital. No había hablado en diez días. Ahora estaba con custodia, esposada a la cama. Como las otras veces, Ana Lisandrik siguió sin hablar. Caía el crepúsculo y lloraba. En el bosque caía el crepúsculo también, en los caminos, en los ríos, en los lagos, en los ojos.

domingo, 16 de agosto de 2015


No se puede atravesar un lago de fuego y seguir como si nada, casi ahogarse entre átomos incoloros y seguir como si nada, respirar como un monstruo angustiado y cantar como una mañana brillante y seguir como si nada. Las burbujas que envolvieron el cuerpo, los metales que tocaron entrañas, las manos que envolvieron y mimaron, no se puede seguir como si nada. Desde la cima se ven los cuerpos vivos y los cuerpos muertos, y si se respira y se mueve, ya no se puede seguir como si nada.


miércoles, 5 de agosto de 2015

relato _ es más fácil


Es más fácil matar un caracol que romper una cáscara de nuez. Sencillamente una desgracia para el caracol. Partir nueces es más difícil. ¿Puede gritar un caracol? Una nuez no, pero ciertamente, tampoco sufre. Más fácil que partir una nuez es matar una hormiga, ¿cuál es el sonido de una hormiga?, y ciertamente, la hormiga sufre. Sobre la tierra, bajo el sol, esquivando luna y estrellas, millones de bocas, con dos piernas, con dos pies, con dos brazos, con dos manos y una espalda que se encorva, ¿qué voz tiene esta multitud, qué grito alguien reclamaría como suyo, si cada pie golpea cada boca y cada puño saca el aire del cuerpo próximo? Y ciertamente, estos mansos y feroces sufren.
El viento roza miradas opacas, y todo destello se pisotea en un charco. ¿Quién siente pena? ¿Quién siente amor? Y ciertamente, todos nos engarfiamos a la continua tarea de respirar. Respirar, exhalar, respirar, exhalar, una tos, un suspiro, un estornudo, una maldición, y la vocesita que dice bajito “¡socorro!, ¡socorro!” ¿Quién va a escucharte, vocesita, si te ahogan con más manos de las que pueden sostener un cuerpo. Y ciertamente, antes de caer, esos cuerpos se sostienen con la fiereza que no tienen para ser felices. Hay que morder el aire con todos los dientes, degustarlo con toda la boca y los pulmones, y que nos acaricie la piel. Hay que cantarle a la luna. Ciertamente, hay que querer salvarse.


viernes, 31 de julio de 2015

relato _ ¿Congrio? ¿Medusa? ¿Caracola?


¿Congrio? ¿Medusa? ¿Caracola? ¿Preparada para morir? ¿Lechuza vizcachera? ¿Ostrero? ¿Cormorán? Siempre, pero todavía no. ¿Tucu tucu? ¿Vizcacha overa? ¿Zorro gris? Preparada. Pero no quiero todavía. Todavía no quiero. Crepúsculo matutino, crepúsculo vespertino, bruma, cielo despejado, viento. No todavía. Todavía no. ¿Acacia? ¿Cortadera? ¿Uña de gato? Tengo sonrisas, lágrimas, impresiones en la retina y un largo etcétera que abrazo fuerte. Un poco más, más todavía. Quiero mucho más. Tiempo. Tiempo, distancia, velocidad, espacio. Más. Más. Y yo en el borde, en el medio, de pie o despatarrada, aovillada o corriendo, ¿arena, humus, ceniza?, ¿fuego, telarañas, hojarasca? Quiero sol y quiero sombra, y cuando el final me alcance, cuando yo alcance el final, quiero el centro y quiero el borde y quiero brisa, calor, y quiero nubes y quiero mar.



 


viernes, 24 de julio de 2015

relato _ bruma y crepúsculo


Cuando se acerca el crepúsculo una bruma nítida, a ras del suelo, se desprende desde el mar y avanza lamiéndolo todo, humedeciendo y helando suelo, tallos, troncos, ramas, plumas, pelos, piel; se va elevando, lo envuelve todo como cortina o manto, lamiendo con su sal. No abandona nada todo lo toca. Para sustraerse de la bruma habría que envolverse en otra cosa, capullo, coraza, casa, caparazón, pasar de un encierro a otro, por eso la bruma se ríe, y avanza. La recibe mi piel, mis pulmones se enfrían, tragan humedad, el pelo se humedece, siento frío pero el aire es limpio, mi cuerpo está limpio, esto es puro, estoy bien. Corro para entrar en calor, corro dentro de la bruma, mi aliento es húmedo también, pero cálido, se confunde, se arremolina en la nube salina. Sin embargo mi garganta se seca y mis ojos lloran, si paro de correr la transpiración no me va a abrigar más y va a ser un baño frío. Entonces sigo corriendo en la bruma. Llego hasta el bosque, con la tierra arenosa y las hojas caídas, me abrigo, y debajo de unos matorrales, me duermo.
Puedo escuchar el mar desde acá, no me levanto y no me despierto, y escucho el mar y las ramas altas y troncos que crujen. Sigue haciendo frío, pero duermo, no me despierto, estoy bien así. El mar, los crujidos del bosque, la tierra arenosa, las hojas secas, debajo de los arbustos del matorral. La bruma está alrededor y dentro mío, la respiro, entra y se va de mí, y está, todo el tiempo, húmeda y limpia. Si no me despierto tal vez me congele, pero quiero este momento tranquilo, y tampoco siento frío ya, probablemente alcance con el abrigo de la tierra arenosa, las hojas y el matorral, probablemente, sí. En mi sueño hay colores extraños, aromas conocidos y paisajes mezclados. Creo que la bruma ya está aflojando y el frío también; pero todavía no me despierto, no abro los ojos. Estoy bien así. Oigo los pájaros, el bosque se mueve. No abro los ojos, escucho, huelo. Estoy bien así. Se siente más calentito ahora, a través de mis ojos cerrados entra luz, veo rojo. Voy a abrir un poco los ojos, sólo un poquito, estoy tan bien así.
No, lo que veo no tiene nombre. No más bruma, no más bosque, sin distancia, ni forma, ni nombre. Gris alrededor, plano, ni sombras, ni figuras, ni bordes, sin dirección. Mi cuerpo sigue acostado, no me levanto, pero no encuentro un piso, sólo un continuo gris, sólo mi cuerpo me indica arriba o abajo, y no me muevo, me aferro a esta noción que todavía queda, soy mi única referencia, pero escucho a los pájaros cantar y siento el viento. Un resplandor frío, sin forma, me hace cerrar los ojos y estoy bajo el agua, trago agua, abro los ojos y apenas veo algo de las burbujas de mi aire, está muy oscuro. Sigo las burbujas que apenas distingo, voy hacia la superficie, no sé cuán profundo estoy, ya no tengo más aire, pero sigo subiendo, voy a llegar, y rompo la superficie emergiendo con los pulmones abiertos a todo el aire posible. Y es la noche, y son las hojas y los arbustos, y la tierra arenosa, y todo me protege del viento frío y de la bruma; ya empieza a clarear. Cuando el sol esté alto voy a volver a correr, a correr derecho, a subir y a bajar, voy a correr dentro del paisaje y con todo el paisaje a cuestas, hasta que mi cuerpo feliz caiga en la arena y ya no distinga nada y el sol me seque y le interese a las gaviotas y chimangos y el mar me lleve consigo a una vuelta por la sal.


domingo, 5 de julio de 2015

relato _ Pretty y la noche


Pretty, la asistente del mágico Olfatino se saca las medias brillantes, ya tarde en el frío, con cansancio y apatía. Todo el día se arrastró gris hasta el momento del espectáculo. Pretty veía al público, bastante numeroso esta vez, pero veía una masa informe, afiladamente desganada y casi hostil, o peor, indiferente. Sin embargo parecían divertirse pero como si sus cuerpos se alargaran desde sus casas en una rastra triste y cansada. Como fuere, ahora apenas los recuerda y su cabeza pesa en la noche avanzada, en la humedad y el frío que se filtran en su precario refugio ambulante. Tantas veces había rechazado al mago Olfatino (regente del circo y de sus pobres cuerpos y almas) que éste le había asignado el peor carromato, el más destartalado e insalubre. Pretty no se pregunta por qué sigue trabajando ahí, el temor de algo peor la acosa desde la neblina y la garúa penetrante.
Es ya muy tarde pero Pretty se niega a dormir, como si fuera a diluirse y morir tristemente esa misma noche si acepta el sueño. Pero no quiere más que estar aovillada en todas las mantas posibles y escuchar atentamente el viento y las canciones y puteadas de sus compañeros borrachos que juegan a las cartas y se calientan en un malsano fuego que propaga la tos. Y claro está que al rato Pretty se quedó dormida. ¿Qué escuchó Pretty en su sueño? Las toses pudieron transformarse y el crepitar del fuego hacerse un murmullo. ¿Qué veía Pretty en su sueño? No puedo revelarlo, a quien tiene tan poco, no puedo hurtarle en nada su tesoro. Pretty duerme, su respiración se hace lenta, casi fugaz, pero la acompaña; el frío hace que no se mueva, casi todo la engaña para que duerma dulcemente, aún con el corazón contraído, aún enrollada de frío, aún con las lágrimas escarchadas. No sé cuántos amaneceres todavía podrá ver la tierna Pretty, tan dulce, tan ajada; ni sé si amanecerá para ella esta vez, pero esta noche, todos los silbidos del viento son para ella, y el frío y la garúa se lamentan de no poder abrazarla.




sábado, 4 de julio de 2015

relato _ el malabarista bizco y la sirena

El malabarista bizco cuenta los aros de su segundo acto, son uno, dos, tres, cuatro… se detiene, no tiene sentido, él sabe que son siete, y con una sola mano puede tomar el montón y saber si hay uno de más o de menos. Tampoco necesita pedirle a nadie que remiende los apliques de su traje con lentejuelas. Siempre estuvo solo, en un mundo confuso y doble y siempre fue en secreto equilibrista de sus ojos y las cosas. Pero aunque los objetos fueran fantasmas que se duplicaban a su alrededor, él siempre estuvo solo, y se mantuvo solo. ¿A quién podía confiarle su temor a los espejos y su amor por las luciérnagas? ¿Quién podía entender lo que realmente él era, un equilibrista en el abismo de su cabeza, en la cuerda de sus ojos, tan valiente como Nick El Magnífico, el equilibrista oficial del circo, con su esplendor, su juventud y su hermosura? Él, bizco y taciturno era un valiente solitario y olvidado de todos, una rareza que se olvida pronto. Pero la rareza era para él su vida, todo había sido siempre extraño, sobre todo su increíble capacidad de vivir entre dos suelos, entre dos cielos, en incontables vueltas de los vientos, capacidad increíblemente no apreciada por los demás. Pero los demás, ¿qué veían? Algo ridículo y asombroso, un malabarista bizco. No lo veían a él. Y entonces se alejaba caminando en su mundo múltiple, dichoso bajo el sol y envuelto en su soledad áspera.
Una tarde se acercó hasta el malecón más largo del puerto y claramente oyó cantar a la sirena. En los bodegones corrían esas historias, y él siempre las escuchaba atento, con aire distraído. La sirena se mostró para él, que la multiplicaba en sus ojos, su mente y su corazón. Ella tenía la voz indescriptible, los ojos abismales y la cara curiosa y triste. Él bajó entre las piedras y le acarició el pelo bordado de algas, y ella lo abrazó, allí, sin hundirlo en las profundidades, sin ponerlo en peligro, con una avidez de caricia que le permitió lamer las lágrimas saladas del malabarista bizco. Llevame a lo profundo, le pidió él. Ella no quiso: No quiero a matarte. No puedo salir del agua. Estamos hechos para llorar. No, dijo él, y empezó a hacer malabares con cinco piedritas y luego la besó. Aquel beso no podía ser de este mundo, pero sí del malabarista bizco, que siempre había danzado entre fantasmas y se lanzó, claro, por qué no, en un abrazo hacia las profundidades con ella y mientras la sirena lo llevaba de la mano, él encontraba alegremente los dobleces donde habitar y encontrar el aire.


viernes, 3 de julio de 2015

relato _ El payaso Basurita


El payaso Basurita camina solo por la calle vacía, es estrecha, llena de viento y papeles y hace mucho frío. Nadie lo reconocería. No lleva ninguna de las señas de su oficio, sólo su cara roja por el frío y la mueca triste que lo acompaña bajo los reflectores y en su camastro miserable. Patea una botella que se rompe y le mancha y le moja y le da frío en el pie que cubre el zapato viejo, sucio y remendado. No podía ser de otra manera, piensa Basurita, putea y sigue caminando entre cartones, papeles sucios y mojados, y líquidos que forman charcos pestilentes. Basurita los salta como si estuviera en función, o en función salta como tiene que saltar siempre esquivando las basuras. Ahora empieza a llover, también así tenía que ser, piensa Basurita, y su cara se tuerce en una sonrisa, él lo sabe, indecorosa. Como llueve, está nublado y no puede ver las estrellas, ni la luna puede verlo a él; mejor así, piensa Basurita, su alma lo avergüenza y sin embargo él avanza y avanza, aún con paso inseguro. Avanza porque se le resbala el corazón, porque se le inflama la sangre, porque se le embota el cerebro, porque lo han ofendido, a él, que se alimenta de las ofensas, le han ofendido pero de tal modo que siente la espalda quebrada en dos, de tal modo que los ojos le lloran, de tal modo que a falta de un puñal, improvisó una punta.
Dijimos que la luna no podía verlo, y fue una lástima; le hubiera dicho que se equivocaba, que estaba por caer sobre su propia tumba, que ella siempre lo había buscado y había llorado por él, y él nunca la escuchaba. Basurita había aprendido a despreciarse y a odiar, y ella lo hubiera acunado y le hubiera puesto besos puros en la frente; lo hubiera hecho bello. Pero el payaso herido, desde siempre herido, no pudo nunca más que mirarla con ojos siempre suplicantes, confusos, vidriosos. Y la luna desesperada le hablaba al payaso triste e inaccesible. Ahora sabía que bajo ese manto de nubes gordas, Basurita iba a sellar su destino en un acto grotesco y fallido, y lloraba por él.
El payaso Basurita siguió avanzando, dando tumbos, por la callejuela desierta y sucia. A lo lejos ya entrevió la luz amarillenta del bar; dentro de su bolsillo apretó la punta que había preparado. Todo sucedió en un segundo, tropezó con una inmundicia, cayó en un charco barroso y una furgoneta lo atropelló, lo golpeó, salió disparado más hacia delante del vehículo, que no llegó a frenar del todo y lo pisó. Basurita sintió un silencio enorme, veía borroso, casi no veía, y ya no escuchaba nada, se juntó bastante gente alrededor, siempre dando espectáculo, pensó, pero ya no podía ni sonreírse con una mueca tosca. En ese momento, las nubes irónicas se abrieron un poco y la luna lo vió, una pequeña cosa desecha en la mugre, y ya vaciada de llorar por él, se puso a cantarle, suavecito, suavecito, como solamente la luna puede hacer, y en uno de sus rayos pudo por fin llegar al oído del payaso que se moría. Y el hombre que había vivido en la humillación y el desencanto, sonrió.


Luna

¿Qué me dice la luna? Es callada, es silenciosa, me da luz y es hermosa allá arriba. Gracias.
DF Jacarandá

Foto: Fernando Lauría 2015

sábado, 27 de junio de 2015

relato _ El caracolito Alfonso


Entre penachos de brotes tiernos va contento el caracolito Alfonso. Es muy chiquito, su caparazón es casi transparente, más frágil que los tiernos brotes, con atención, pueden verse su corazón y sus pulmones palpitando. Si se hace fuerte, puede vivir varios años entre penachos que agita el viento y hojas que caen sobre el suelo. También si llega a ser un caracol fuerte puede subir desde la lagunilla donde nació hasta lo alto del médano, que lo asombra y lo deslumbra; pero todavía es muy chiquito. La lluvia lo pone contento, aunque todavía no sabe por qué, tampoco sabe que no sabe por qué; pero la lluvia es lluvia y le hace bien y se mueve entre los brotes tiernos y las gotitas de lluvia lo encuentran a él.
El caracolito Alfonso ya tiene varios amigos, hay unas hojas que él no come y ellas le dan abrigo, está la lagunilla de la que emergió y en la que vuelve a entrar y salir, y le hace bien. También hay varios bichos bolita con los que comparte caminitos y agua. El caracolito Alfonso no sabe que se llama Alfonso, tampoco nadie lo llama así, tampoco lo llaman caracolito. Pero él es el caracolito Alfonso. Las noches de luna llena se pone más contento y come tranquilo y se baña muchas veces. A la luna tampoco le importa llamarse luna. Y ahí está, tan tranquila.



martes, 23 de junio de 2015

relato _ El Mago Mostaza



El mago Mostaza estaba solo en su banco, un banco de plaza que él mismo había pintado en las tardes menos frías y con más sol. Los chicos y los viejos se habían reído al verlo concentrado, pincel en mano, con todo su traje, con su capa y su galera, reconcentrado, a la vista de todos, en un trabajo tan alejado de varitas y pañuelos. Es que el mago Mostaza siempre vestía de mago. El decía que no podía ser de otra forma, y si le insistían, él sólo sonreía solamente una media sonrisa y repetía que no podía ser de otra forma.
Cuando fueron a importunarlo, entre gritos y risas, que por qué no convertía por arte de magia el banco en el color que él quisiera en vez de pintarlo con pincel, el mago Mostaza hizo una pausa con su pincel, cuidó que no goteara, lo sostuvo con elegancia y anunció: - Esto es un pincel, esto es una plaza, este es un banco, esta es una plaza y yo soy el mago Mostaza pintando con un pincel.-
No volvieron a importunarlo y ahora estaba sentado solo en su banco en la plaza viendo nacer los primeros pimpollos de la primavera. El sol estaba radiante y sacaba destellos del fieltro brillante de su galera, y de los encajes de su capa, y del charol de sus zapatos.
Todos los chicos lo miraban de lejos y los viejos lo saludaban con respeto, con un ademán, desde prudente distancia. De vez en cuando, algún viejo, o un grupo de chicos, enviaban a algún pequeño, pequeñito mocosito o mocosita y el mago Mostaza siempre hacía revuelo de pañuelos, globos y pelotitas y le regalaba al diminuto enviado una flor o un chocolatín. Luego volvía al hermetismo austero y quieto en su banco.
Una mañana la plaza se despertó escarchada, y la escarcha no aflojaba ni con el avance del sol. Sin embargo, la plaza se fue llenando y lo vieron cubierto de pajaritos que cantaban, ni uno solo manchaba su traje impecable, todos cantaban cubriendo totalmente el cuerpo arrebujado, con capa y galera del mago Mostaza. Primeramente nadie se atrevió a acercarse y los pajaritos eran cada vez más y cubrían también todo el banco donde yacía helado el cuerpo del mago Mostaza. Los chiquitines que habían recibido chocolatines y flores querían acercarse, pero los viejos y los chicos mayores los retenían y hubo gritos y llantos, los pajaritos echaron a volar todos a la vez, y en el asombro y el descuido, una gurrumina logró zafarse y corrió hasta el cuerpo en el banco. Silencio total, los que se abalanzaron para retirar a la niña quedaron quietos cuando ella gritó contenta: ¡El mago Mostaza está sonriendo!
Pasado el primer estupor, llegó la policía y una ambulancia. La policía retiró un papel de la mano cerrada del mago, era una carta, con una estampilla extraña:
“Querido mío, te esperé todo este tiempo, te esperé en los lagos, en el fondo del mar, en todos mis pensamientos, en todas nuestras horas, también dentro de todas las cáscaras de nuez. Ahora es tarde, me muero, pero me llevo tu corazón, que está tan solo, me llevo el brillo de tus ojos para que nunca llegue a apagarse, me llevo tu voz, que me acariciaba todas las noches. Querido mío, llegó el momento, estemos alegres, carpe diem, quam minimum credula postero.”




martes, 26 de mayo de 2015

dibujo 1


dibujo 2


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dibujo 7


dibujo 8


dibujo 9


dibujo 10 _ Lucía de Lamermoore


dibujo 11 _ Julieta Capuleto


dibujo 12


dibujo 13 _ Ofelia


dibujo 14 _ Medea


dibujo 15 _ Lady Macbeth


dibujo 16 _ Ricardo III


dibujo 17 _ naufragio


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dibujo 19


dibujo 20


dibujo 21