sábado, 4 de julio de 2015

relato _ el malabarista bizco y la sirena

El malabarista bizco cuenta los aros de su segundo acto, son uno, dos, tres, cuatro… se detiene, no tiene sentido, él sabe que son siete, y con una sola mano puede tomar el montón y saber si hay uno de más o de menos. Tampoco necesita pedirle a nadie que remiende los apliques de su traje con lentejuelas. Siempre estuvo solo, en un mundo confuso y doble y siempre fue en secreto equilibrista de sus ojos y las cosas. Pero aunque los objetos fueran fantasmas que se duplicaban a su alrededor, él siempre estuvo solo, y se mantuvo solo. ¿A quién podía confiarle su temor a los espejos y su amor por las luciérnagas? ¿Quién podía entender lo que realmente él era, un equilibrista en el abismo de su cabeza, en la cuerda de sus ojos, tan valiente como Nick El Magnífico, el equilibrista oficial del circo, con su esplendor, su juventud y su hermosura? Él, bizco y taciturno era un valiente solitario y olvidado de todos, una rareza que se olvida pronto. Pero la rareza era para él su vida, todo había sido siempre extraño, sobre todo su increíble capacidad de vivir entre dos suelos, entre dos cielos, en incontables vueltas de los vientos, capacidad increíblemente no apreciada por los demás. Pero los demás, ¿qué veían? Algo ridículo y asombroso, un malabarista bizco. No lo veían a él. Y entonces se alejaba caminando en su mundo múltiple, dichoso bajo el sol y envuelto en su soledad áspera.
Una tarde se acercó hasta el malecón más largo del puerto y claramente oyó cantar a la sirena. En los bodegones corrían esas historias, y él siempre las escuchaba atento, con aire distraído. La sirena se mostró para él, que la multiplicaba en sus ojos, su mente y su corazón. Ella tenía la voz indescriptible, los ojos abismales y la cara curiosa y triste. Él bajó entre las piedras y le acarició el pelo bordado de algas, y ella lo abrazó, allí, sin hundirlo en las profundidades, sin ponerlo en peligro, con una avidez de caricia que le permitió lamer las lágrimas saladas del malabarista bizco. Llevame a lo profundo, le pidió él. Ella no quiso: No quiero a matarte. No puedo salir del agua. Estamos hechos para llorar. No, dijo él, y empezó a hacer malabares con cinco piedritas y luego la besó. Aquel beso no podía ser de este mundo, pero sí del malabarista bizco, que siempre había danzado entre fantasmas y se lanzó, claro, por qué no, en un abrazo hacia las profundidades con ella y mientras la sirena lo llevaba de la mano, él encontraba alegremente los dobleces donde habitar y encontrar el aire.


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