viernes, 18 de noviembre de 2016

Amargo te despierta y es dulce como el sol árido en boca seca, como semilla sin su ración. Y cuando la lluvia llega se ahoga panza arriba y termina de cantar su canción, como sapito huérfano de charca, como brillo que pide perdón.

¿A qué le tengo miedo, amor mío? ¿A la luna, a las estrellas o al sol?
Si supiera quién me hamaca no cantaría la canción.

Y me tomo todo el vaso, y me bebo todo el ron, hoy me crecieron margaritas y mañana soy pasto cimarrón.

Pero no veo claro, ni oscuro veo, ni un nubarrón; veo cien cristales profundos, un vuelo de ámbar y un tiburón.

Entonces, ¡ayuda, mi cielo!, ¡dame un beso, mi amor! Porque mañana soy pasto en las rocas y hoy mis ojos volaron al sol.


martes, 27 de septiembre de 2016

Somos los viejos, que lamemos en tiernas hojas arrancadas
algo de agua, algo de savia, polvo y alguna telaraña.

Caminamos indiferentes por esta tierra a la que ya aburrimos
con nuestras quejas, caminamos por esta tierra que pisamos
una y otra vez sin paciencia y sin amor, sólo somnolientos.
Por eso somos los viejos.

Somos enemigos de los ancianos, esos extravagantes
que se detienen a mirar un árbol, que vaya a saber qué
pensamientos comparten con una flor, que salen de madrugada
a mojarse de rocío y a los que la tierra recibe con alegría,
que podrá ser macabra, pero que tiene ternura también,
porque los ancianos siempre han amado la tierra, vamos, que nos damos cuenta.

Pero nosotros los viejos somos mayoría, y somos de todas las edades, sí señor.
Los ancianos tratan de eludirnos, pero más les valdría ni salir al sol.
Pero salen, los muy desacatados, salen, y todavía ríen con dientes o sin dientes.

Los ancianos si es que van serios, una sonrisita les baila en la boca, o en los ojos,
¿es que nos quieren volver locos con sus misterios? Como dijo un mariscal,
a los ancianos habría que matarlos de chiquitos. Pero ni con ésas, no nos engañemos.
Los ancianos son pocos pero son amados de la luna y el sol. Y puede ser que por ellos
todavía la Tierra de vueltas.








lunes, 26 de septiembre de 2016

Un niño es una ametralladora humeante, una navaja,
dos ojos abiertos como platos de sopa,
un raspón en la rodilla o una zanja roja en la garganta;
un niño es una brisa, es una gota que se resbala,
una hoja que está temblando por caer y una oruga está por tragarla.

Un niño es todas las guerras, todas las putas, todo el hambre,
todos los socorros, todas las alegrías, todas las soledades,
de todo es dueño y no son suyos ni los mocos que le caen.

¿Qué es esta sal en mis manos? ¿Qué es ese barro en tu sangre?
Humanito pequeñito, ¿aprenderás a matar y también a amarme?

sábado, 24 de septiembre de 2016

y el alambique exudó su última gota _ relato

Amanecía. El alambique exudó su última gota. Renata cortó el tallo jugoso del fruto en punto y lo desgajó para macerarlo en la esencia todavía tibia. La mañana avanzaba brumosa y Renata sentía el frío tempranero y de las horas sin dormir. También la herían las brisas heladas que se colaban por el altillo desportillado. Pero Renata sonreía dichosa y también risitas convulsas se escapaban de su pecho escuálido por el hambre.
Todo el viejo caserón parecía acompañarla con austeridad a la alegría, las ventanas desgoznadas, los vidrios supervivientes, todas las partes de la casona, todas, aún las más maltrechas se alegraban por la dicha de la última habitante de la casa, por la alegría de Renata, que afrontaba el hambre, las burlas solapadas y los susurrados comentarios impiadosos cada vez que bajaba al pueblo.
Ahora todo sería diferente.
La maceración de su preparado seguía alegremente su camino, y ella documentaba primorosamente cada cambio de cada etapa.
Pero ya, ahora, tenía que atender a su hambre o desfallecería. Le quedaba poco por empeñar, nunca había podido recuperar lo empeñado. Y se resistía a entregar lo último, porque si en algo fallaba, lo necesitaría para volver a intentar, y para seguir sustentándose. Repasó todo el caserón, alacenas, arcones y baúles. Nada que pudiera comer, nada que se atreviera a empeñar. Y el hambre le retorcía las tripas flacas y le nublaba la vista. Ni en estantes ni en cajones encontró siquiera una cáscara de pan, unas miguitas. Su huerta estaba agotada, había utilizado el excedente en sus destilaciones, en aquello que se maceraba y ahora la esperaba impaciente. Y también había vendido una parte para pagar deudas. Deudas injustas, bien sabía que la robaban, y todavía tendría que soportar al cobrador, quizá hoy mismo, un hombre irrespetuoso, sobrador, grandote, carnoso. Y ella tan escasa de grasa. No podía desahuciarla ahora, sí podía, pero no debía ser, ahora que en su alma se impregnaba la dulzura de su trabajo de tantas noches durante tantos años, aunque su piel estuviera  seca de hambre y su estómago llorara por comer.
Se dió cuenta que estaba dormida cuando la despertó con sobresalto la  voz grosera del cobrador que gritoneaba llamándola en la puerta de la casa. Renata lo espió temblorosa entre las plantas del invernadero y una idea se prendió implorante como la primera chispa violenta de un fósforo en la oscuridad.
Del primer golpe la cabeza quedó casi colgando, Renata se sorprendió de que sus brazos flacos pudieran desplegar esa fuerza, de que el machete hubiera sido tan generoso. Lo faenó ahí mismo, para apaciguar el hambre, y para proteger su proyecto que se maceraba en horas de espera y amor. Limpió todo el enchastre, asó una parte, hizo conservas con el resto y enterró las sobras.
Ya alimentada y sin estorbos, fué al altillo a controlar la maceración del fruto. Todo marchaba bien. Felicidad. Ya era el mediodía y tan cansada como estaba, las sábanas y acolchado la recibieron para una siesta.
Se despertó confusa y con la cabeza pesada. Ya atardecía. Pasó una vez más por el altillo, a controlar y a contemplar con amor.
Se abrigó y salió rumbo al cementerio. Casi dos horas por el pedregal. Las verjas desvencijadas la invitaron a pasar, amables como siempre, y Renata lentamente, por el camino angustioso y amado, y largamente recorrido, llegó a la tumba de su amor. Ella prefería llegar en la noche, para que nadie sorprendiera su llanto y su pasión. Ella prefería llegar a la noche para besar la lápida y dormir sobre el pasto encima de su amor.
Pero esta noche era especial, llena de susurros y esperanzas, de hierbas tiernas lamidas con dulzura, de la lápida untada con saliva y amor.
La esperanza estremecía a Renata y comprendió que necesitaba fuerza y precisión para cumplir su propósito. Así que con llanto, determinación y algo así como alegría, pudo separarse de la tumba amada y llegar prontamente a su caserón, venciendo el estremecimiento y el cansancio.
Encontró el elixir a punto, radiante en su ambarina turbiedad. Ya volvía a amanecer y esa siguiente noche la luna refugiaría la concreción.
Renata pasó el día entre preparativos sencillos y emocionados. Varias veces se sentó a descansar envuelta en la brisa, temía que su corazón desgastado desfalleciera justo ahora, ante la inmensa inminencia. Se concentraba entonces en el cantar de los pájaros, tan queridos y cotidianos, y se serenaba pensando que había sido fuerte para esto, y que seguiría siendo fuerte ahora. Y feliz. Entonces aceptó sin miedo el alboroto de su corazón, que ya era gozoso.
Al anochecer ya tenía preparado el carro y las herramientas, el abrigo y algo de agua, y algo de carne para comer.
Primero el pico, después la pala, después las manos, las uñas, el martillo desclaveteando la tapa del ataúd, y ahora, retirar la tapa. Renata se quedó unos momentos quieta antes de mover la madera podrida. Su imaginación había preparado este momento, pero sentía que sus ojos lloraban el miedo, el asco y el recuerdo.
Se abrazó a la mortaja y confundió caricias y cuidados y con mucho esfuerzo, paciencia y poleas logró sacar el cuerpo casi sin estropearlo más y lo extendió en el carro. Rellenó la tumba ahora vacía y disimuló el movimiento de tierra plantando muchísimas flores. Estaba exhausta. Tomó agua y comió carne, con mucho cuidado de no contaminarse, y emprendió el camino de vuelta por el pedregal.
Pasada la medianoche llegó al caserón, que la recibía expectante y que olfateaba la vuelta del amo. Renata entró el cuerpo de su amor entre goznes rechinantes y alegres y el alboroto de las cortinas a la brisa. Acomodó el cuerpo con delicadeza y dulzura de años y fué a lavarse y preparar lo que seguía.
Desenvolvió la mortaja y acomodó los amados despojos. El elixir, fruto de tantos intentos, de tantos años, estaba ansioso por surtir su efecto. Renata mojó sus propios labios con el preciado líquido y también los del cadáver, y lo besó; luego vertió en la boca de su amor, lentamente, todo el contenido de la redoma. La primera reacción fue violenta, huesos, carne seca y polvo estremecidos; pero se unían, se recomponían, Héctor ya sufría, ya gritaba, ya despertaba a un terror confuso, con dolor, pero ya estaba volviendo a la vida. Junto a él, Renata lo obervaba con amor, miedo y vergüenza. Héctor recobraba su cuerpo pasado, su belleza cuando fue cortada por un cuchillo injusto en una noche maldita de fiesta, y a ella la habían limado cinco décadas de angustia, soledad y rudeza, toda su vida dedicada a revivirlo.
Sin embargo Héctor la reconoció, y esto quebró el alma de Renata, porque era evidente que ya eran dos personas distintas; más terrible que el cambio de la muerte, había sido en ella el cambio del tiempo. Renata tenía ahora otros ojos y otro corazón, que eran los reales, no los del recuerdo, y con esos ojos y ese corazón se enfrentaba a Héctor, al verdadero Héctor que también estaba transformado por el sueño sin sueños de la tumba. Héctor la miraba asombrado y receloso. Todavía en plena conmoción no sabía si agradecerle o maldecirla. Pero su mente no estaba clara y ni siquiera se planteaba estos términos sino que como un animal herido miraba angustiado y receloso buscando un refugio. Sin embargo reconocía su propio cuerpo, su propia casa, y tambaleándose se encerró en el cuarto que le había preparado Renata.
Ella lloró lo que quedaba de la noche, y al alba se quedó dormida.
La despertaron unos golpes fuertes en el invernadero. Golpes y estruendo de chapas y vidrios rotos. Fue claro y fulminante lo que vió, diáfano y cruel; Héctor estaba destrozando todo, toda la vida frágil y secreta de la que ella extrajo los jugos para revivirlo. Lo vió furioso y radiante, totalmente reconstituido, hermoso. Cuando dió por concluido el destrozo, transpirado y bronceado por el sol, joven, jadeante y enérgico, giró hacia Renata y se quedó largo tiempo contemplándola en silencio, los ojos entenebrecidos. Ella se quedó inmóvil, avergonzada y con el sabor áspero de la tristeza, con su cuerpo viejo que el sol no podía apurar a broncear, con la derrota de su pequeñez anciana ante la magnificencia de su logro. Héctor pasó reciamente junto a ella y fué a partir leña. Renata no se movió del lugar, y se sentó sobre un tronco y se dejó estar entre el destrozo a su invernadero, a sus años de amor y trabajo, y los golpes del hacha a los leños.
Ya muy pasado el mediodía, Renata seguía recalentando un pequeño puchero para los dos. No se decidía a comer sola, y tampoco quería llamarlo a comer con ella. Así que el puchero borboteaba paciente, indiferente y el vapor que se escapaba mojaba de incertidumbre y tristeza los ojos de Renata.
Al fin se presentó Héctor. Bellamente cubierto de sudor seco polvoriento y olor a madera recién cortada, a sabia. Se sentó en silencio en una silla, y de sus ojos tristes escapaba también una burla. Renata sirvió la comida en silencio y en silencio comieron los dos, las manos resecas de ella le alcanzaron el pan a él, que comía y bebía con los labios frescos y la piel lozana.
Renata nunca lo sintió tan distante, nunca se sintió tan humillada. Y sin embargo ella había consumado la maravilla, la frescura, el fragor; pero ahora quedaba claramente marginada de todos esos atributos.
Renata pudo inmiscuirse en los asuntos de la muerte, pero no en los del tiempo de alas infinitas y garras precisas.
A la mañana siguiente despertó en un ahogarse de garganta aprisionada, de hilito de aire y de corazón que se sacude y todo Héctor encima de ella. Y Héctor la besaba, y Héctor sonreía y también lloraba, y Renata supo y sintió que Héctor le daba lo que ella quería y que a ella de la muerte nadie la reviviría, porque Héctor era misericordioso y todavía la amaba.

       

sábado, 10 de septiembre de 2016

Este escrito no debería escribirse


Este escrito no debería escribirse,
porque hay mucho hambre y mucha sed.
Este escrito no debería escribirse,
porque hay hospitales llenos y manos vacías.
Este escrito no debería escribirse,
porque ya somos muchos y sólo ríen pocos.

Pero el hambre, la sed,
los hospitales, las manos vacías,
los muchos, los pocos,
los que ríen y los que lloran
bajo el sol y la luna forman barro,
y del barro nacen las penas, la sangre,
las palabras y el amor.



sábado, 20 de agosto de 2016

No sólo perdí Roma _ relato

No sólo perdí Roma. También perdí las espadas en el fondo del mar y las fortalezas en tierras de nieve, y trirremes en playas calientes. Los vientos me susurraban en remolinos de pelo en mis orejas, y las entrañas de las aves se reían de esas promesas; cuando los dioses debaten dentro y alrededor de un mortal el destino va a aplastarlo con estrepitosas carcajadas.
No sé cuándo empezó esto, el hilo de los hombres es invisible para los mortales y se pierde en la dirección que se mire. Empezaba la primavera cuando los primeros remolinos pusieron en mi mano la espada labrada y el escudo resplandeciente. El viento del norte se decía mensajero y me seguía a todas horas, hasta que tuve que matar a mi centurión para poder escuchar al dios con claridad. Rápidamente hundí la espada en un esclavo y lo culpé a él de mi crimen. Yo fuí ascendido entonces a centurión, con mi mano y con su sangre tomé su lugar y el viento del norte me purificó de mi asesinato, al menos eso dijo.
Las campañas levantaron mi brazo y mi gloria hasta los oídos del Capitolio. Como general entré por sus sagradas puertas y fingí respeto al Senado y a los demás generales. En Roma los cuellos se desgarran fácilmente, nadie olió mi sombra. Y mi gloria, aún humeante de las gargantas sacrificadas, crecía sobre mi propia cabeza y metía sus raíces por mis oídos y se incrustaba en mi cerebro. Así me hicieron gobernador de una lejana, hostil y opulenta provincia. Llevé el terror a su habitantes y el oro a Roma. Y mis días eran aburridos y recelosos. Por eso le empecé a tomar odio a Publio, siempre fiel y distante, me encontraba con sus ojos aunque no lo quisiera, y no le ordenaba que bajara la mirada, a él, mi consejero, mi secretario, mi esclavo, porque más temía las aguas inquisidoras que se agitaban en sus pupilas. Sin duda se burlaba de mí, por su fuerza y su inteligencia lo hubiera matado, pero me era útil, y más temía perderlo y que el hastío se apoderara de lo que me quedaba de humanidad. Una tarde lo encontré degollando a otro esclavo mientras él cometía bestialismo con un cerdo. Publio no dañó al cerdo de ningún modo, sino que lo complacía y era sumamente amable con él. Primeramente desenvainé mi espada y Publio tranquilamente puso su mirada en mí. Me sentí avergonzado, peores cosas había visto y había hecho en asedios de ciudades. Realmente no me espantaba de Publio ni el bestialismo ni el degollamiento de un esclavo insignificante. Sí empecé a temerle cuando posó su mirada serena en mí y me oculté de su consciencia en una carcajada y unos pasos apurados. Salí precipitadamente al patio denso de perfumes de enredaderas y me recosté en un banco. Si él lo hubiese querido me podría haber apuñalado en cualquier momento. Ahora estaba emparentado con su alma y aunque hubiera querido abrirle las entrañas para observar mi suerte, no me atrevía a herirlo por temor a resultar yo lastimado, como si su carne fuese la mía. En un instante me había arrebatado el poder y la gloria, pero yo ya no estaría nunca más solo, ni hastiado, ni tranquilo.
Las adivinaciones con aves eran inútiles, los órganos se deshacían ante los ojos de los adivinos, o no estaban en sus lugares, ni conservaban sus formas. Del viento del norte no recibí sino burlas, se arremolinaba en mi ventana y siempre precedía la aparición de Publio, que me traía un mensaje, o paseaba por los patios. La divinidad ahora me era esquiva, me había llevado de la mano a la altura y ahora me dejaba tambalear y sólo podía escuchar su risa. Tantos esfuerzos, intrigas y sangre sólo habían sido una partida de dados de los dioses, de los que ignoraba todo y ahora se reían.
En las noches sentía la respiración de Publio envolviendo todas las recámaras, los pasillos, los patios, las calles, campos, toda la provincia hostil y opulenta. Tenía que hacer venir músicos y que tocaran toda la noche hasta el amanecer, y emborracharme para no oír su aliento, no saborear su respiración, que su corazón dejara de resonar en mi cráneo y me dejara dormir, un poco, algo. Sus acciones se revelaban en mi alma en bajorrelieves que me iban moldeando a mí, siendo yo su sombra, menos hombre que mi esclavo.
Por lo demás, la administración de la provincia brillaba de eficiencia y solidez. Los consejos de Publio y su celo en la ejecución de mis órdenes daban ganancias y quitaban toda resistencia, los huesos roídos de los disidentes se esparcían como advertencias o recordatorios, y la gloria de mi administración se alzaba cada mes. Por fin me llamaron de vuelta a Roma. Por supuesto, Publio vino conmigo.
En Roma yo quería mantener gravedad y compostura, así que me abstuve de músicos y vino, dejé de resistirme a Publio, ya sabía muy bien que lo tenía impregnado en la base de mi cráneo, respiraba con él, a través de él, y sentía sus latidos en mi cráneo y en mi pecho, porque nuestras miradas eran iguales y nuestro hígado era el mismo.
Sin embargo seguí odiándolo, sombra de mi sombra. Ejecutaba mis deseos antes de que yo los pronunciara, asesinó a todos mis enemigos y a todos los que me estorbaban el ascenso a la gloria de Roma. Pero ya no era mi gloria, ni siquiera eran mis decisiones, porque apenas se insinuaba un vago anhelo en mi mente o corazón, él lo cumplía y me transportaba a la cima del Capitolio sin que yo usara mis propios pies. Me arrojaba al hastío, a la indiferencia, le quitaba el sabor a todos mis anhelos y la fuerza a mi brazo. Entonces comprendí que estaba alimentándose de mí. Por eso los adivinos no podían encontrar las entrañas de las aves.
Cuando comprendí esto una melodiosa carcajada resonó en varios ecos. Los dioses estaban divirtiéndose mucho y yo ya no contaba con su auxilio o consejo, nunca lo había tenido, era un juego.
Mi primer impulso fue tirarme sobre mi espada o matarlo. Pero presentía que fallaría. También pensé que si se trataba de un juego divino, podría todavía encontrar un atajo inesperado, y al pensar esto sentí que el peso de Publio se despegaba un poco de mí, tal vez los dioses querían verme jugar esta partida. Aprovechando ese pequeño resquicio, esa liviandad en mi pecho, salí casi desnudo del palacio cubriéndome con las sagradas tinieblas de la noche.
En el altar de rocas musgosas y guirnaldas de enredaderas, hermosamente extendida dormía con su respiración calma la ninfa protectora del sitio sagrado. Su sueño entró en mi mente y fui arrasado por hielo y fuego, y cuando desperté, ella me alcanzó agua pura y me entregó un puñal; dijo que nadie más debía verlo, que sólo podría usarlo una vez y que volviera al Capitolio antes del amanecer.
Cuando ya me acercaba al centro de Roma, noté que seguía libre del peso de Publio, mis pulmones y mi corazón se expandían y un hormigueo extraño y gozoso me devolvía a los impulsos temerarios y extendía alegría sobre mí.
En el segundo patio me esperaba Publio.
Mantenía sus ojos crueles y burlones, pero ya no eran un abismo para mí. Creo que olí su miedo. Y el miedo de un esclavo cruel es peligrosísimo. Empapado de la noche y de la ninfa, me sabía fuerte y ágil, no le dí ninguna oportunidad, herí su abdomen y lo degollé diestramente en dos movimientos bellísimos, enlazados como una danza.
Inmediatamente comenzaron las metamorfosis, el cuerpo de Publio se deshizo en barro y el puñal absorvió mi mano, mi brazo, me arrastraba hacia su interior de filo y piedra y cuando la metamorfosis se completó, me encontré en las manos de la bella ninfa, en el altar sagrado, hurgando en las entrañas de un ave, entre inciensos propiciatorios y bajo las estrellas expectantes y los dioses sonrientes.



viernes, 29 de julio de 2016

Que mi niño es niño

A la zarigüella, huella,
que con anteojos rojos
va siguiendo la centella.
A la metralla, raya,
que con alcanfor y ungüentos
va ensangrentando la playa.

Mi niño es pequeño y no lo quiere entender,
que su osito era pardo y murió ayer;
que mi niño es chico y no quiere nada,
guadaña lamida en cosecha pasada.

Ay, de sus amiguitos, de las pequeñas criaturas,
todos escondiéndose de sus aventuras.
Porque a mi niño me lo llevaron para que aprenda a matar,
y ya no tiene vuelta, ni perdón del viento, ni piedad del mar.