sábado, 24 de septiembre de 2016

y el alambique exudó su última gota _ relato

Amanecía. El alambique exudó su última gota. Renata cortó el tallo jugoso del fruto en punto y lo desgajó para macerarlo en la esencia todavía tibia. La mañana avanzaba brumosa y Renata sentía el frío tempranero y de las horas sin dormir. También la herían las brisas heladas que se colaban por el altillo desportillado. Pero Renata sonreía dichosa y también risitas convulsas se escapaban de su pecho escuálido por el hambre.
Todo el viejo caserón parecía acompañarla con austeridad a la alegría, las ventanas desgoznadas, los vidrios supervivientes, todas las partes de la casona, todas, aún las más maltrechas se alegraban por la dicha de la última habitante de la casa, por la alegría de Renata, que afrontaba el hambre, las burlas solapadas y los susurrados comentarios impiadosos cada vez que bajaba al pueblo.
Ahora todo sería diferente.
La maceración de su preparado seguía alegremente su camino, y ella documentaba primorosamente cada cambio de cada etapa.
Pero ya, ahora, tenía que atender a su hambre o desfallecería. Le quedaba poco por empeñar, nunca había podido recuperar lo empeñado. Y se resistía a entregar lo último, porque si en algo fallaba, lo necesitaría para volver a intentar, y para seguir sustentándose. Repasó todo el caserón, alacenas, arcones y baúles. Nada que pudiera comer, nada que se atreviera a empeñar. Y el hambre le retorcía las tripas flacas y le nublaba la vista. Ni en estantes ni en cajones encontró siquiera una cáscara de pan, unas miguitas. Su huerta estaba agotada, había utilizado el excedente en sus destilaciones, en aquello que se maceraba y ahora la esperaba impaciente. Y también había vendido una parte para pagar deudas. Deudas injustas, bien sabía que la robaban, y todavía tendría que soportar al cobrador, quizá hoy mismo, un hombre irrespetuoso, sobrador, grandote, carnoso. Y ella tan escasa de grasa. No podía desahuciarla ahora, sí podía, pero no debía ser, ahora que en su alma se impregnaba la dulzura de su trabajo de tantas noches durante tantos años, aunque su piel estuviera  seca de hambre y su estómago llorara por comer.
Se dió cuenta que estaba dormida cuando la despertó con sobresalto la  voz grosera del cobrador que gritoneaba llamándola en la puerta de la casa. Renata lo espió temblorosa entre las plantas del invernadero y una idea se prendió implorante como la primera chispa violenta de un fósforo en la oscuridad.
Del primer golpe la cabeza quedó casi colgando, Renata se sorprendió de que sus brazos flacos pudieran desplegar esa fuerza, de que el machete hubiera sido tan generoso. Lo faenó ahí mismo, para apaciguar el hambre, y para proteger su proyecto que se maceraba en horas de espera y amor. Limpió todo el enchastre, asó una parte, hizo conservas con el resto y enterró las sobras.
Ya alimentada y sin estorbos, fué al altillo a controlar la maceración del fruto. Todo marchaba bien. Felicidad. Ya era el mediodía y tan cansada como estaba, las sábanas y acolchado la recibieron para una siesta.
Se despertó confusa y con la cabeza pesada. Ya atardecía. Pasó una vez más por el altillo, a controlar y a contemplar con amor.
Se abrigó y salió rumbo al cementerio. Casi dos horas por el pedregal. Las verjas desvencijadas la invitaron a pasar, amables como siempre, y Renata lentamente, por el camino angustioso y amado, y largamente recorrido, llegó a la tumba de su amor. Ella prefería llegar en la noche, para que nadie sorprendiera su llanto y su pasión. Ella prefería llegar a la noche para besar la lápida y dormir sobre el pasto encima de su amor.
Pero esta noche era especial, llena de susurros y esperanzas, de hierbas tiernas lamidas con dulzura, de la lápida untada con saliva y amor.
La esperanza estremecía a Renata y comprendió que necesitaba fuerza y precisión para cumplir su propósito. Así que con llanto, determinación y algo así como alegría, pudo separarse de la tumba amada y llegar prontamente a su caserón, venciendo el estremecimiento y el cansancio.
Encontró el elixir a punto, radiante en su ambarina turbiedad. Ya volvía a amanecer y esa siguiente noche la luna refugiaría la concreción.
Renata pasó el día entre preparativos sencillos y emocionados. Varias veces se sentó a descansar envuelta en la brisa, temía que su corazón desgastado desfalleciera justo ahora, ante la inmensa inminencia. Se concentraba entonces en el cantar de los pájaros, tan queridos y cotidianos, y se serenaba pensando que había sido fuerte para esto, y que seguiría siendo fuerte ahora. Y feliz. Entonces aceptó sin miedo el alboroto de su corazón, que ya era gozoso.
Al anochecer ya tenía preparado el carro y las herramientas, el abrigo y algo de agua, y algo de carne para comer.
Primero el pico, después la pala, después las manos, las uñas, el martillo desclaveteando la tapa del ataúd, y ahora, retirar la tapa. Renata se quedó unos momentos quieta antes de mover la madera podrida. Su imaginación había preparado este momento, pero sentía que sus ojos lloraban el miedo, el asco y el recuerdo.
Se abrazó a la mortaja y confundió caricias y cuidados y con mucho esfuerzo, paciencia y poleas logró sacar el cuerpo casi sin estropearlo más y lo extendió en el carro. Rellenó la tumba ahora vacía y disimuló el movimiento de tierra plantando muchísimas flores. Estaba exhausta. Tomó agua y comió carne, con mucho cuidado de no contaminarse, y emprendió el camino de vuelta por el pedregal.
Pasada la medianoche llegó al caserón, que la recibía expectante y que olfateaba la vuelta del amo. Renata entró el cuerpo de su amor entre goznes rechinantes y alegres y el alboroto de las cortinas a la brisa. Acomodó el cuerpo con delicadeza y dulzura de años y fué a lavarse y preparar lo que seguía.
Desenvolvió la mortaja y acomodó los amados despojos. El elixir, fruto de tantos intentos, de tantos años, estaba ansioso por surtir su efecto. Renata mojó sus propios labios con el preciado líquido y también los del cadáver, y lo besó; luego vertió en la boca de su amor, lentamente, todo el contenido de la redoma. La primera reacción fue violenta, huesos, carne seca y polvo estremecidos; pero se unían, se recomponían, Héctor ya sufría, ya gritaba, ya despertaba a un terror confuso, con dolor, pero ya estaba volviendo a la vida. Junto a él, Renata lo obervaba con amor, miedo y vergüenza. Héctor recobraba su cuerpo pasado, su belleza cuando fue cortada por un cuchillo injusto en una noche maldita de fiesta, y a ella la habían limado cinco décadas de angustia, soledad y rudeza, toda su vida dedicada a revivirlo.
Sin embargo Héctor la reconoció, y esto quebró el alma de Renata, porque era evidente que ya eran dos personas distintas; más terrible que el cambio de la muerte, había sido en ella el cambio del tiempo. Renata tenía ahora otros ojos y otro corazón, que eran los reales, no los del recuerdo, y con esos ojos y ese corazón se enfrentaba a Héctor, al verdadero Héctor que también estaba transformado por el sueño sin sueños de la tumba. Héctor la miraba asombrado y receloso. Todavía en plena conmoción no sabía si agradecerle o maldecirla. Pero su mente no estaba clara y ni siquiera se planteaba estos términos sino que como un animal herido miraba angustiado y receloso buscando un refugio. Sin embargo reconocía su propio cuerpo, su propia casa, y tambaleándose se encerró en el cuarto que le había preparado Renata.
Ella lloró lo que quedaba de la noche, y al alba se quedó dormida.
La despertaron unos golpes fuertes en el invernadero. Golpes y estruendo de chapas y vidrios rotos. Fue claro y fulminante lo que vió, diáfano y cruel; Héctor estaba destrozando todo, toda la vida frágil y secreta de la que ella extrajo los jugos para revivirlo. Lo vió furioso y radiante, totalmente reconstituido, hermoso. Cuando dió por concluido el destrozo, transpirado y bronceado por el sol, joven, jadeante y enérgico, giró hacia Renata y se quedó largo tiempo contemplándola en silencio, los ojos entenebrecidos. Ella se quedó inmóvil, avergonzada y con el sabor áspero de la tristeza, con su cuerpo viejo que el sol no podía apurar a broncear, con la derrota de su pequeñez anciana ante la magnificencia de su logro. Héctor pasó reciamente junto a ella y fué a partir leña. Renata no se movió del lugar, y se sentó sobre un tronco y se dejó estar entre el destrozo a su invernadero, a sus años de amor y trabajo, y los golpes del hacha a los leños.
Ya muy pasado el mediodía, Renata seguía recalentando un pequeño puchero para los dos. No se decidía a comer sola, y tampoco quería llamarlo a comer con ella. Así que el puchero borboteaba paciente, indiferente y el vapor que se escapaba mojaba de incertidumbre y tristeza los ojos de Renata.
Al fin se presentó Héctor. Bellamente cubierto de sudor seco polvoriento y olor a madera recién cortada, a sabia. Se sentó en silencio en una silla, y de sus ojos tristes escapaba también una burla. Renata sirvió la comida en silencio y en silencio comieron los dos, las manos resecas de ella le alcanzaron el pan a él, que comía y bebía con los labios frescos y la piel lozana.
Renata nunca lo sintió tan distante, nunca se sintió tan humillada. Y sin embargo ella había consumado la maravilla, la frescura, el fragor; pero ahora quedaba claramente marginada de todos esos atributos.
Renata pudo inmiscuirse en los asuntos de la muerte, pero no en los del tiempo de alas infinitas y garras precisas.
A la mañana siguiente despertó en un ahogarse de garganta aprisionada, de hilito de aire y de corazón que se sacude y todo Héctor encima de ella. Y Héctor la besaba, y Héctor sonreía y también lloraba, y Renata supo y sintió que Héctor le daba lo que ella quería y que a ella de la muerte nadie la reviviría, porque Héctor era misericordioso y todavía la amaba.

       

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